Fragmentos de un monje Aprendiz constructor

Este año de 890 de N.S. Jesucristo, Alabado Sea, se me está haciendo muy largo y dificultoso porque a comienzos del año han venido una cuadrilla de jóvenes obreros, peones de cuadrilla, que se meten conmigo y me hacen la vida imposible.

Se las arreglan para hacerme quedar mal delante de los Compañeros de una u otra forma. Si limpio, lo ensucian de nuevo. Si sirvo, me estorban, me tiran del sayal y todo esto con chanzas y diversión.. He optado por no decir ni palabra pensando en que enseguida se cansaran de este juego al ver que no me enfado ni coopero de ninguna manera. Tampoco quiero chivarme y perjudicarles.

Ayer por la mañana, a primera hora, después de maitines y primera reunión de Logia, cogí mis herramientas y me situé en mi puesto de trabajo pensando que la piedra que estaba tallando se encontraría donde la dejé. No estaba.

Me inundó una gran rabia y me puse a buscarla por los alrededores encontrándola entre los escombros de relleno en la parte posterior de la Iglesia.

No me cabía duda de que “mis amigos” pasaron por mi lugar de trabajo y la tiraron.

Indignado y con cara de pocos amigos subí con gran esfuerzo la piedra hasta el camino y doblado por el peso crucé el patio interior con ella en brazos.

Vi como Mi Maestro Tioda me observaba y a punto estuve de señalar a los culpables cuando pasé a su lado. No lo hice pensando en que ya sabría él que fuí víctima de una broma pesada y sin duda ninguna también de los culpables.

Al poco tiempo de comenzar mi trabajo con la piedra se me acercó un Compañero que tengo de supervisor y me dijo :

¿Volviste a coger la misma piedra de ayer?, se me olvidó decirte que no siguieras trabajando en ella, pues esta tiene una veta blanda y no sirve , por eso la tiré.

Dicho esto cogió la maza, le dio un golpe seco y la piedra se abrió en dos.

Azorado y lleno de vergüenza muchas cosas se me pasaron por la cabeza en aquellos momentos. Yo era esa piedra rota y dividida.

Había juzgado a los peones y les había condenado. Casi les acuso. Había echo el ridículo delante del Maestro acarreándola de nuevo al puesto de trabajo. Y por si no fuera poco, en mi engreimiento fui yo quien la seleccioné.

Orgullo, vanidad, terquedad y poco conocimiento de mi oficio, esa era la conclusión a la que llegué en esta jornada de mi mismo. A pesar de querer hacer las cosas bien, mis acciones eran erróneas.

Cuando la luna se dejó ver desde mi camastro, recordando mi comportamiento, una lágrima resbalaba por mi mejilla.